“Te dibujo” respondí sin pensarlo
demasiado mientras permitía que mis dedos siguieran sin rumbo las siluetas de
tu cuerpo; recorriéndolas una y otra vez ante tu mirada expectante, con los ojos
cerrados trate de aprenderlas de memoria, como si quisiera guardarlas para
siempre en medio de las cosas que más aprecio y al lado de las cosas más
bellas: Debe ser que aun tengo trozos de Rayuela incrustados en los ojos.
Rayuela (Capitulo 7)
Toco tu boca, con
un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano,
como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos
para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la
boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas,
con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y
que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que
sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca
me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada
vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se
superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se
encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la
lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene
con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu
pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como
si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de
fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un
breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es
bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento
temblar contra mí como una luna en el agua.